Debate
Réplica a “El restaurador como artista-intérprete”: Delicias y riesgos de lo artístico
Salvador Muñoz Viñas
Catedrático del Departamento de Conservación y Restauración de la UPV, España.
Correspondencia: Salvador Muñoz Viñas smunoz@crbc.upv.es
Recibido:
Aceptado:
Resumen
La metáfora del restaurador como artista-intérprete, propuesta por Carolusa González Tirado, representa un avance sustancial respecto de la metáfora clásica del restaurador como artista. Sin embargo, es relativamente peligroso sugerir que la restauración deba considerarse una actividad artísticamente creativa, porque ello supone admitir que el restaurador podría, o, mejor, debería, transformar el objeto tratado de acuerdo con sus propios gustos estéticos, aunque dicha transformación afecte muy directamente a muchas otras personas y a pesar de que, en muchas ocasiones, el objeto no haya sido originalmente concebido como obra artística.
Palabras clave:Restauración, subjetividad, arte, interpretación.
Abstract
The conservator as a performing artist metaphor, suggested by Carolusa González Tirado, is acknowledged as an improvement over the classical metaphor of the conservator-as-artist. However, there is an inherent danger in suggesting that conservation is an artistically creative activity: this would mean that the conservator would, or indeed should, transform an object according to his or her personal aesthetic views –even though that transformation may directly affect other people; and in spite of the fact that, in many cases, the object may not have been originally conceived of as an artistic work at all.
Keywords: Conservation, Subjectivity, Art, Interpretation.
Es para mí un honor haber sido invitado a ofrecer esta primera réplica en el número inaugural de Intervención, revista de la Escuela Nacional de Conservación, Restauración y Museografía (ENCRyM) de México, a la que, por muchas razones, deseo el mejor de los futuros. Quiero agradecer a los responsables de esta iniciativa, y en particular a Isabel Medina-González, quien cursó directamente la invitación, esta confianza. La tarea de ofrecer una réplica a la reflexión de Carolusa González Tirado es especialmente grata también porque “El restaurador como artista-intérprete” es un texto que, en el buen sentido, incita reacciones, nuevas reflexiones, argumentos y contraargumentos; es thought-provoking: provocador de pensamientos.
El texto es rico porque contiene muchas ideas en torno de la naturaleza esencial de la restauración, su enseñanza, las responsabilidades del restaurador, etc. Sin embargo, su mensaje fundamental quizá podría resumirse en estas líneas:
Dentro y fuera del ámbito de la restauración, hay quien la considera como una labor científica porque quienes nos dedicamos a ella compartimos ciertos métodos de trabajo con las ciencias sociales y las ciencias naturales. Hay otros que la estiman como una labor más artesanal o técnica debido a que las acciones de restauración son parecidas a las que ejecutan los artesanos y los técnicos. Quisiera añadir un tercer elemento a la discusión, al comparar el trabajo del restaurador con el de cierto tipo de artistas denominados intérpretes.
Al hilo de ello, lo primero que quiero expresar es mi reconocimiento: la metáfora del restaurador como artista –aun como artista-intérprete– es, en mi opinión, muy rica y clarificadora. Sus numerosas virtudes la harán perdurar más allá de las páginas de esta revista: es fácil de recordar, clara, directa (podría decirse, para usar una terminología propia de internet, que es viral) y nos recuerda de manera poderosa que la restauración depende en buena medida de juicios que no son científicos, que no son objetivables.
Esto no es trivial. En algún momento del siglo XX, entre las décadas de 1930 y 1950, la restauración, que había sido una actividad esencialmente artesanal, se vio transformada (o, al menos, en trance de transformación) en una actividad esencialmente científica. En esta época se crearon los departamentos científicos en muchos grandes museos, en diversos institutos nacionales de restauración, y se puso la semilla de instituciones como el International Institute for Conservation –uno de esos organismos internacionales de marcado carácter anglosajón– y de su principal publicación, Studies in Conservation, que en la actualidad representa el paradigma de la restauración “científica” –los únicos “studies in conservation” que esta publicación difunde son aquellos que siguen los métodos propios de las ciencias duras.
La metáfora del restaurador como artista-intérprete sugiere, asimismo, que éste no es un artesano, sino algo más: no hace artesanía, sino arte, o, mejor dicho, Arte; el mismo tipo de arte que hacen los músicos al re-crear una y otra vez una misma pieza musical. Mi réplica, en cierto modo, empieza en este punto.
Como la autora indica sabiamente, existen importantes diferencias entre los intérpretes artísticos y los restauradores: “si voy a la Capilla sixtina y no me gusta la restauración de Colalucci, no puedo ir a otra Capilla sixtina a ver la interpretación que otro restaurador hizo sobre el Juicio final”. La Sixtina es, literalmente, única, por lo que no se puede reproducir. A lo sumo se puede replicar, como se ha hecho, por ejemplo, en el caso de la llamada “Capilla sixtina del arte prehistórico”, la cueva de Altamira, para preservar el original. Sin embargo, la contemplación de la réplica no produce ni mucho menos un disfrute comparable con la contemplación del original. Por este motivo, como bien se afirma en el texto, la responsabilidad cultural del restaurador es mucho mayor que la de otros intérpretes. Dicho de otro modo, una mala interpretación de una ópera de Donizetti no arruina la obra: basta con acudir a otra representación más afortunada para comprobar lo deliciosa que esa pieza puede llegar a ser.
Por su parte, una mala restauración desgraciadamente no siempre tiene una solución sencilla. El daño suele ser irreversible, e incluso cuando no lo es el plazo de tiempo hasta que se produzca una nueva y más acertada restauración puede ser insoportablemente largo, lo que obliga a generaciones de espectadores a no poder contemplar sino una versión que, por decirlo con elegancia, podría ser más afortunada. Por lo tanto, la apelación a la responsabilidad está especialmente justificada. En otras palabras, aunque la metáfora del restaurador como artista-intérprete es brillante (insisto, para que no haya malentendidos: es brillante), los ejemplos que la acompañan pueden sugerir una idea que, creo, es ligeramente errónea y potencialmente peligrosa.
La idea errónea a la que me refiero deriva de la naturaleza tangible de la obra interpretada por el restaurador, que, como bien señala la autora, es distinta de las interpretadas por músicos, actores o traductores: obras intangibles, que escapan al ámbito de la restauración –tal y como actualmente la entendemos–, que se ocupa de manera exclusiva de objetos materiales. Como consecuencia, sus principios, paradigmas, objetivos y métodos de actuación son radicalmente distintos.
El peligro potencial está en lo que sugiere esta metáfora. Casi por definición, los artistas, de cualquier naturaleza, están llamados a cambiar, a innovar, a crear. El artista, como se sabe, es un creador, o aspira a serlo, aun dentro de los límites inherentes a su género artístico: los pintores pintan, los actores actúan, los pianistas tocan el piano, los bailarines danzan, etc. Pero sugerir que el restaurador que realiza una restauración debe crear en el mismo sentido en el que un artista crea es, en mi opinión, arriesgado. Mi objeción es precisamente esta: que el restaurador no es un creador, sino, a lo sumo y en casos excepcionales, un recreador; o, para ser más precisos, un adaptador. Según mi particular ética de la restauración (que en realidad no es tan particular), el restaurador no debería imponer su gusto artístico, o su noción estética personal, sino la que resultará más satisfactoria para más personas y durante más tiempo. En efecto, entre las personas para las que trabaja el restaurador se hallan los espectadores actuales, pero también los futuros; aunque sea difícil intuir sus gustos, sus querencias, sus expectativas, es necesario, al menos, tenerlos presentes hasta donde sea posible.
Nótese que estamos hablando de querencias, de expectativas, de gustos. Estos factores son subjetivos, ciertamente. Pero eso no los hace falsos, irreales o menos importantes que otros factores objetivos, es decir, objetivables, medibles, como por ejemplo el peso, el tamaño, la porosidad, el contenido en peróxidos o la acidez de una parte de la pieza. Por el contrario, los factores subjetivos (el gusto, la expectativa, la querencia) a menudo son mucho más importantes, además de que no dependen de la propia obra ni del científico, ni siquiera del restaurador, sino de los espectadores para los que se hace la restauración (que pueden ser muchos, como en el caso de una obra de arte famosa, o muy pocos, como en el de una pieza arqueológica de almacén o una carta póstuma de algún familiar).
Por ello me atrevo a decir que Carolusa González Tirado ha avanzado mucho, y que aun irá más allá; me atrevo a decir que su metáfora del restaurador como artista-intérprete es un fruto que producirá aún más jugo cuando se la exprima con más decisión, o, por usar otra metáfora, cuando se le quite la cáscara que no aprovecha. Los restauradores debemos abrazar la subjetividad (aunque sea la de los espectadores y no la nuestra) de manera decidida. Cuando la autora afirma que “es necesario incluir criterios estéticos e históricos para evitar caer en la subjetividad del gusto personal”, está mostrando, de manera muy brandiana por cierto, una característica reticencia a “caer en la subjetividad del gusto personal”. Esta reticencia es lógica –diría incluso que habitual–, porque cambiar los paradigmas exige un tiempo grande, pero se habrá de vencer si no se quiere permanecer en un estado de contradicción como el que sugiere la propia frase, porque los “criterios estéticos” son obviamente subjetivos y se fundan en gustos personales.
He dicho arriba que la metáfora del restaurador como artista-intérprete es brillante. Mi aportación a este debate podría resumirse diciendo que, en mi opinión, podría hacerse aún más brillante si se sugiriese que el restaurador es no un artista-intérprete, sino sólo (o nada menos que) un intérprete; un intérprete que transforma determinados materiales para hacerlos decir mejor las cosas que otros (los espectadores presentes y futuros) esperan o necesitan que digan; un intérprete cuyo trabajo no se basa en sus propios gustos, preferencias o expectativas, sino en los de las personas para quienes trabaja.